Abeja

Controles de la abeja

sábado, 14 de julio de 2012




Continuación

BARTOLO  NO  HABÍA SUBIDO NUNCA A UN AVIÓN
Ogro y Hada contestaron al saludo de las azafatas y entraron en la cabina.
—¡Hala, cuántos asientos! —exclamó Ogro entusiasmado— ¡Yo quiero ir delante!
—Tenemos que ir en los asientos que tenemos asignados en los billetes, Ogro; mira a ver cuáles son —pidió Hada.
Fueron sólo algunos minutos durante los cuales dos azafatas y un azafato les indicaron cuáles eran las medidas de emergencia y cómo tenían que usarlas, luego el avión enfiló la pista, cogió velocidad y dejó atrás el suelo para remontarse por encima de las nubes. Ogro sintió un vacío en el estómago y tragó saliva mientras se ponía rojo como un tomate a causa de la emoción y los nervios.
—Oye, Hada —preguntó cuando el avión había alcanzado su altura de crucero y no era necesario llevar los cinturones abrochados— ¿tengo que llevar puesto el cinturón siempre? Es que me aprieta mucho.
Hada comprobó el cinturón de Ogro y se dio cuenta de que lo había apretado tanto que casi no le dejaba respirar. Estaba nervioso su amigo y no había controlado la tirantez de su cinturón.
—Pero si no hace falta apretarlo así —dijo Hada.
—Bueno… para no caerme, Hada, y por si el avión se da la vuelta.
—¿Tienes miedo
—No.
—¿Seguro?
—Sí.
—Estupendo.
—¿Puedo ir ya al servicio?
—Claro, ya puedes ir —contestó Hada al ver que Ogro estaba apuradillo, seguramente por los nervios y, aunque no lo confesase, por algo de  miedo.
Ogro no tardó mucho en volver, se sentó de nuevo y se dispuso a mirar las nubes bajo ellos y la tierra lejana y ocre y un río y el cielo inmenso por encima. Al poco tiempo Hada se había dormido con la cabeza apoyada en su hombro. Debía de estar muy cansada, así que sonrió e intentó no moverse para no despertarla. Al poco rato, Hada roncaba suavemente.
Hada durmió un par de horas, pero como aún les quedaba la tira para llegar a Ammán —donde cambiarían de avión y tomarían uno de las líneas aéreas indias—, no la quiso molestar e intentó no moverse; era mejor que durmiese tranquila todo el tiempo que quisiera.
Hada por fin se despertó cuando volaban sobre Italia y frotó los ojos.
—Hola, princesa —saludó Ogro muy alegre.
—Hola —contestó Hada un poco soñolienta aún.
—Jijijijiji —Ogro reía socarronamente.
—¿Y esa risa tan tonta? —preguntó su amiga.
—¡Roncas!
—¡Anda ya!
—¡Roncas, Hada!
—No.
—Sí.
—Yo no ronco, no seas embustero —contestó Hada casi con enfado.
—Claro que sí, roncas. Y no soy un embustero —dijo Ogro muy firme.
—Pues roncaré suavecito, espero —dijo Hada con la esperanza de no haber llamado la atención de los demás viajeros.
—Sí, suavecito. Pero roncas.
—Vale, vale —y Hada se convenció de que tenía que ser verdad—, pues ronco suavecito, pero ronco. Tampoco es un crimen ¿no?
—No, no lo es sólo son ronquidos suavecitos —repuso Ogro con cierto recochineo.
Y Hada se calló, pues si seguían con aquella conversación acabaría enfadándose con su amigo, por pesado, así que aceptó que roncaba suavecito y cambió de tema.

BARTOLO Y TELMA LLEGAN AL AEROPUERTO “ALIA”, EN AMMÁN, Y ESPERAN CUATRO HORAS POR EL AVIÓN DE LÍNEAS AÉREAS INDIAS 

Como habían facturado las maletas, sólo tuvieron que hacerse cargo de su equipaje de mano, así que salieron de la zona de embarque para dirigirse al mostrador de la compañía que debía llevarlos a la India sin escalas ya. Entregaron la carta de embarque que habían sacado por Internet y les dieron la de la compañía. Fue todo muy rápido, así que se fueron a esperar a una sala de no fumadores donde los hombres fumaban igual que en la de fumadores.
Una mujer con niqab camina por la calle / REUTERS
que.es/com mujer con niqab
—¿Viste, Hada? Esas chicas llevan todas velo.
—Claro, hombre —aclaró Hada— estamos en un país musulmán y es obligatorio. Pero no es un velo, se llama, en este caso, niqab.
—Pues no está muy limpio este aeropuerto, vaya cutrez de sitio —observó Ogro que era un poco tiquismiquis con el asunto de la limpieza.
—Pues no te queda nada, majo. Toda Delhi, y toda la India están bastante sucias —repuso Hada—, te vas a hartar de ver basura y también de olerla. Huele a boñigas de vaca y a sándalo y a curry, todo mezclado, y a cosas peores. Pero eso ya te lo expliqué ¿no?
—Sí, pero una cosa es escucharlo y otra verlo —dijo Ogro tapándose la nariz con la mano.
—Pues ya te puedes ir acostumbrando. Tu preciosa naricita va a sufrir un colapso —respondió Hada mirando la nariz de Ogro que no era muy agraciada pero sí muy graciosa.
—Pssss no es para tanto. Claro que me acostumbraré —respondió Ogro muy seguro de si mismo.
—Seguro, no te va a quedar otro remedio.
Al cabo de cuatro interminables horas los llamaron para su vuelo. Se pusieron a la cola del control de embarque, los hombres en una y las mujeres en otra. Los hombres pasaban por un escáner normal, mientras las mujeres debían entrar en una cabina y eran cacheadas por funcionarias vestidas con niqab, a las que sólo se les veían los ojos y las manos con guantes blancos. La verdad es que era un poco impresionante, pero como Hada ya había ido más veces, no se extrañó.
Horas después, un montón de horas, llegaron al aeropuerto Indira Gandhi a las afueras de Delhi sin problemas, aunque con mucho retraso. En Delhi amanecía, así que habían pasado la noche durmiendo en su asiento abatible del que los pies de Ogro colgaban porque no le llegaban al suelo (se conoce que la gente en la India debe de ser más alta) y en el que, mal que bien, les habían servido una cena insípida y té.

BARTOLO Y TELMA LLEGAN AL AEROPUERTO INDIRA GANDHI DE DELHI
              

—Pues esto está muy bien, Hada —advirtió Ogro mirando a
 un lado y a otro las instalaciones del Indira Gandhi.
—Es un aeropuerto como los europeos, Ogro, no hay gran diferencia.
—Y está bastante limpio —siguió diciendo Ogro.
—Sí, esto sí —advirtió Hada—, pero ve olvidándote de la limpieza, es lo último que ves medianamente limpio.
—Bueno, estoy preparado para lo que sea —contestó Ogro como un valiente.
—Más te vale —remató Hada, no muy convencida de las afirmaciones de Ogro.
Se pusieron en la cola para salir al exterior, y se dieron cuenta de que estaban registrando a fondo todas las maletas.
—Ya no importa que me registren —dijo Ogro resignado—, ya me lo  han quitado todo en Barajas.
Enseguida llegaron unos policías vestidos de caqui y ordenaron a los indios irse a otra cola para dejar aquélla sólo para los extranjeros y agilizar así la salida, que, de todos modos, fue lentísima y se les hizo eterna.
Ogro pasó sin problemas, pero al llegar a Hada y abrir su maleta, el policía vio su varita mágica y le preguntó con la mirada qué era aquello.
—Es para trabajar —respondió Hada en un inglés bastante defectuoso.
—Excuse me —contestó el policía al ver que hablaba español, y contestándole en un español regular también— ¿paga trabajag en qué?
– Pues… —Hada quedó pensativa ¿cómo explicaba ella que era un hada de mentira, que pertenecía a la ONG “Hadas sin Fronteras” e iba a la India como cooperante?
—Pues verá, es una estrella en una vara, es para trabajar —dijo casi con un hilo de voz.
—¿Es de ogo? —inquirió el policía.
—No, mister policía, no es de oro, sólo está pintada de yellow —contestó Hada—, y es para trabajar.
—Eso ya lo dijo —siguió el policía— pego yo prregunto, ¿paga trrabagar en qué?
Entonces Hada tuvo una ocurrencia, desarmó su varita mágica, se puso la estrella en el pelo y dijo.
—La star es para adornar mi pelo y los saris que me pondré aquí, y la varita es para espantar los mosquitos.
El policía la miró un poco confuso, pero como no sabía muy bien qué era lo que Hada le estaba contando, y como ella tenía cara de no romper un plato, y como tampoco su español daba para mucho y no quería reconocerlo, le dijo:
—Egtá bien, page ugteg y welcome a nuegtrro país —dijo juntando las manos en el pecho a la manera del saludo indio.
Hada contestó de igual forma y se fue junto a Ogro que la esperaba impaciente para cambiar euros por rupias en el mismo aeropuerto, porque resultaba más barato que en los bancos.
—Jijijiji, Hada, anda que si te quitan tu herramienta de trabajo.
—No te cachondees, Ogro, no tiene gracia —dijo ella muy seria.
—Pegdón —contestó Ogro intentando imitar el mal español del policía— no la molegto mág.
Y Hada y Ogro se pusieron a reírse como locos mientras arrastraban su equipaje por la terminal y salían al exterior. Fuera, en el aparcamiento, ya estaba la furgoneta de los cooperantes que debía llevarlos a su alojamiento provisional en Delhi. Dos de ellos llegaron a saludarlos y a darles la bienvenida con largas guirnaldas de flores amarillas y anaranjadas, que les colgaron al cuello, y que a Ogro le pareció el más maravilloso saludo (le recordaron su preciosa camisa de rayas naranja y, por supuesto a Rosa, su amiga muy amiga) y también juntó sus manos como ellos y como Hada para corresponder a tanta amabilidad.

FIN








 


miércoles, 11 de julio de 2012

II TRILOGÍA
BARTOLO Y TELMA SE MARCHAN A INDIA DE   COOPERANTES
Primer cuento:

BARTOLO Y TELMA EMPRENDEN VIAJE A LA INDIA

Por supuesto que Ogro, es decir, Bartolo, aceptó la invitación de Hada, es decir, Telma, de ir con ella a India. Como Ogro era pintor, sería allí muy útil y, además, le haría compañía en el viaje. Los preparativos fueron bastante liosos, pero como Hada estaba acostumbrada, ayudó a su amigo y un buen día se fueron a Barajas para tomar un avión a India.

aeropuerto de Barajas
Aeropuerto de Barajas. Todoturismo
No hay nada fácil en un viaje a un país lejano, y tampoco lo es arrastrar una maleta pesadísima, de color rosa fosforito, por toda la TS4 de Barajas. La maleta con una mano, y con la otra mano una bolsa de lona verde-verde, muy abultada y muy pesada, además del bolso puesto de hombro a cadera con toda la documentación y el dinero. Y es que Ogro, es decir, Bartolo, se llevaba muchísimas cosas. Antes de marchar había encomendado a su amiga muy amiga, Rosa, que cuidara de Lío, y ella aceptó encantada  y dijo que lo cuidaría como propio, y además regaría las plantas y retiraría la publicidad del buzón.
—Pero, hombre —decía Hada mientras arrastraba su pequeña maleta con toda facilidad— te has pasado siete pueblos ¿para qué llevas tantas cosas?
—¿Y si las necesito? Además llevo libros para leer y algo de comida, Hada. Por si acaso.
¿Comida? ¿Libros?
Hada estaba francamente pasmada.
—Comida para comer y libros para leer, se entiende, ¿no?
—Claro, ya sé que los libros se leen y la comida se come, pero ¿qué comida? Y en cuanto a los libros, no tendrás tiempo, Ogro —contestó Hada con paciencia infinita— ya te dije que vamos a tener mucho trabajo y el tiempo que te sobre te va a hacer falta para descansar.
—Bueno, por si acaso —replicó Ogro tercamente.
—¿Pero qué comida llevas? En el avión nos darán de comer.
—Llevo un jamón pequeño en esta bolsa y algunos chorizos.
—¿Qué dices? No te los dejarán pasar.
—Claro que sí. Ya verás como sí me dejan. ¿Qué puede pesarle tan poca cosa a un avión tan grande?
—Que no es por el peso, Ogro.
—Pues mejor me lo pones. Si no es por el peso, ¿cuál es el problema?
—Que no se puede llevar eso en un viaje internacional.
—Ya verás como sí se puede.
—Como quieras —contestó su amiga un poco  harta de discutir.
— Y también llevo lo necesario, claro —remató Ogro.
—Ya te dije qué es lo necesario, amigo —contestó Hada—, las vacunas que nos hemos puesto, ropa holgada y de algodón, un sombrero, repelente de mosquitos y buen calzado que transpire y no te apriete. Y los medicamentos recomendados. Vamos en época de monzones, hará calor y mucha humedad.
—De eso ya llevo, Hada —respondió Ogro con la voz fatigadísima de tirar por semejante maleta y la bolsa y todo lo demás—. Pero también llevo, y por si las necesito, más cosas.
—¿Más cosas? —replicó Hada— por el bulto de esa maleta parece que te llevas en ella hasta el televisor. Un jamón, chorizos, el televisor… ¿llevas eso?
—No, la tele no la llevo. Ya habrá teles en India.
—Menos mal, es todo un consuelo saber que has dejado la tele en casa.
—Tú, calla —dijo Ogro muy convencido—, ya verás si necesitas algo y me lo pides lo bien que te va a venir. Y el jamoncito… Aunque —continuó—, pensándolo bien… tú, con tu varita mágica, tienes todo resuelto, así cualquiera.
Y Ogro se reía a carcajadas porque sabía que la varita mágica de Hada, es decir, deTelma, era de plástico amarillo y no servía para nada.
—Pareces bobo. La varita es de plástico. De mis problemas y de los malos sueños de los niños tengo que encargarme yo solita, me lo tengo que currar como cualquiera. Soy una hada de mentira, no lo olvides.
—Bueno —dijo Ogro— pues cuando tengamos pesadillas con los mosquitos, las chinches y demás bichos, ya sabes, usas tu varita y solucionado.
—¿Otra vez? ¡Qué pesadito te pones, Ogro! Si tienes pesadillas, bebes un vaso de agua; si te pican los mosquitos, pones repelente; las chinches las puedes espachurrar con un zapato y el resto de los bichos, ya veremos, porque como sean vacas…
—Pues qué bien —dijo Ogro resignado—. Eso quiere decir que si me comen los mosquitos, si no dejan de mí ni un hueso, si me pican terriblemente, si me sacan los ojos, si me producen ronchas como cebollas… a ti no te importará, ¿no?
—Venga, no seas dramático, amigo —y Hada se reía— para eso está el repelente, ya lo sabes.
– Vale, vale —contestó su amigo—, anda, dejémoslo y vamos a facturar las maletas.
Facturaron las maletas y se pusieron a la cola para embarcar. Hada con un bolso pequeño y Ogro con su bolsa de lona verde-verde, y su bolso cruzado al pecho.
Al llegar su turno, Hada puso en una bandeja sus cosas, pasó por el escáner y esperó del otro lado a que Ogro pasara también. Ogro puso su bolsa verde-verde en una bandeja en la que apenas cabía, su reloj y su cinturón, y se dispuso a pasar el control de  metales pero éste empezó a pitar como un loco. Ogro, desorientado, dio un paso atrás y volvió a intentarlo pero el chivato pitaba como un loco de nuevo. Entonces le mandaron pasar y lo cachearon a fondo.

OGRO NO CONSIGUE PASAR SU NAVAJA NI SU COMIDA
—¿Qué lleva usted en los bolsillos del pantalón? —preguntó el policía acercándose a Ogro, es decir, a Bartolo.
—Llevo mi tirachinas, un par de clavos por si acaso, y mi navaja para cortar jamón –contestó Ogro con toda sinceridad.
—Pues debo requisar todo eso, no se puede pasar con armas blancas ni con nada metálico.
—Pero es que mi navaja no es arma ni blanca ni nada; es una navaja para cortar el jamón que llevo en esta bolsa —dijo señalando su bolsa verde-verde.
—Me temo —siguió diciendo— que en India los cuchillos no corten muy bien. Es que me voy a India con mi amiga Hada. Me voy de cooperante, ¿sabe usted? Y los clavos son por si hay que clavar algo allí.
Pero el policía ignoró su aclaración porque al policía le importaba un rábano adónde iba aquel personaje con una navaja y un tirachinas y un par de clavos en el bolsillo del pantalón, su deber era hacer cumplir las reglas y ya está.
—Deje ahí su navaja, por favor; y su tirachinas y los clavos, o retírese de la zona de embarque porque no puede pasar con esas cosas.
Hada, mientras tanto, alucinaba en colores. No sabía qué hacer. No era cosa de ponerse a discutir con Ogro, pero tampoco podía marcharse sin él, así que empezó a hacerle señas para que depositase todo dónde le mandaban y entrara de una vez.
Ogro obedeció a regañadientes, pero se dio cuenta de que allí no valía ser un cabezota y que, o dejaba todo allí, o no pasaba, así que dio al policía su navaja y su tirachinas y sus clavos y se dispuso a recoger su bolsa de lona verde-verde que ya había pasado por el escáner.
—Por favor —pidió una policía con guantes blancos—, abra su bolsa.
—¿Para qué?
Ogro se extrañaba de verdad. ¿Qué podía importar lo que llevaba en la bolsa si no eran armas blancas ni tirachinas ni clavos? Ya le habían quitado su navaja y su tirachinas y sus clavos, no le quedaba nada más.
—Para ver qué hay en ella —contestó la policía muy seria.
Ogro abrió de mala gana su bolsa de lona verde-verde y, claro, quedó al descubierto su jamoncito y sus chorizos.
—No puede embarcar con alimentos. Lo siento.
La policía esperaba pacientemente mientras todo el mundo parecía reírse con disimulo viendo el jamón y los chorizos de Ogro. Pero Ogro no se inmutó, pensaba que ninguno de aquellos viajeros tan finolis había probado jamás un jamón tan rico ni unos chorizos tan buenos. De los que compraba su mamá, nada menos, que era una experta en eso, y se los había regalado para el viaje.
Pero como él sabía que no había nada qué hacer, con gran dolor y pesadumbre, dejó sobre una bandeja su jamón y sus chorizos (que la policía depositó en un contenedor dentro de una bolsa de plástico) y recogió su bolsa verde-verde aliviada ya de su enorme peso. Hada no le dijo ni una palabra, pues no era momento de decir nada, y menos viendo la cara de consternación que llevaba su amigo.
—Que conste —dijo Ogro con un hilo de voz— que pensaba repartir mi jamón y mis chorizos contigo y con los niños de India.
—Ya lo sé, Ogro, no me cabe la menor duda —contestó Hada conmovida—, conozco tu buen corazón, pero hay reglas para viajar, ya te lo había explicado.
—Sí, tienes razón Hada, pero ya sabes… Es que, chica, hay reglas para todo —protestó Ogro contrariado por lo que acababa de pasarle.
—Anda, olvídalo y vamos a la cola que ya nos llaman para embarcar.
—¿Qué dices, Hada?
—Digo que nos llaman para embarcar.
—Pero a ver si me aclaro, ¿vamos en barco o en avión? También el policía me dijo que me retirase de la zona de embarque pero no pregunté por si lo molestaba.
—Es que se dice así, amigo, también en los aviones: embarcar.
—¡Ahhhhhhhhh! Vale. De acuerdo, Hada, vamos —afirmó Ogro que estaba otra vez contento e ilusionado con viajar en avión, algo que nunca había hecho.

OGRO NO  HABÍA SUBIDO NUNCA A UN AVIÓN

Continuará...

sábado, 7 de julio de 2012

Continuación del III cuento de la I trilogía.

LÍO ES UN LIANTE
Ogro, es decir, Bartolo, llegó a casa y Lío salió a recibirlo a la puerta, algo que Ogro agradeció de corazón, aunque el animal aún no se dejaba acariciar ni tocar, pero todo se andaría, como decía su amiga Hada, es decir, Telma. Era cuestión de paciencia y mucho cariño, eso lo sabía él de sobra. Pero no cabía duda de que ya parecía el “señor de la casa”. Se había adueñado de cada rincón, olisqueándolo todo, marcándolo todo… frotándose contra los muebles, las paredes y las puertas. Los gatos son muy especiales, y éste con sus rayas grises y su barriguita con motas, era una preciosidad de gato, además tenía los ojos verdes como él. Lío se escapó a la cocina y Ogro fue detrás con su compra. Sacó todo del carrito y puso las sardinas en el fregadero envueltas aún en el papel. Eran tantas que sintió terror.
—Así que tengo que limpiar todo este enjambre de sardinas —pensó— y no sé por dónde empezar.
Fue a cambiarse de ropa, Lío quiso entrar con él en el dormitorio, pero Ogro estaba decidido a que el gato no entrara allí, pues un gato es un gato y ya tenía su rincón y el resto de la casa. Y a él le gustaban los gatos, pero con cierta educación. Su dormitorio era sagrado, era suyo, no un nido para gatos. Al fin, puso un pantalón de chándal y una camiseta y se fue otra vez a la cocina empeñado en limpiar las sardinas.
Se acercó al fregadero, les quitó el papel y, de pronto, brillaron —eso creyó ver él— cientos de sardinas como pequeños navíos plateados. Pero, ¿qué había que limpiarles? ¿Sería mejor llamar a Hada? Decidió que no, que mejor no decirle que no tenía ni idea de limpiar sardinas porque ya sabía de sobra su respuesta.
—Claro, claro —imaginaba que diría su amiga, y Ogro la imitaba hablando en voz alta y poniendo voz delgadita y remilgada, aunque Hada no hablaba así.
—Pues claro —siguió diciendo en el mismo tonillo imitando a Hada—, si no sabes limpiar sardinas… faltaría más. Ya sabía yo que no sabías.
Pero Ogro también tenía su orgullo, así que decidió que aquellas sardinas estarían relucientes cuando llegase su amiga. Se arremangó y se puso a trabajar. Cogió una sardina y la miró de cerca.
—¡Pero si está limpísima! —pensó— ¿Qué hay que limpiar aquí?
Entonces observó que le salía algo por un agujerito cerca de la cola y tiró de ese algo… ¡Era una tripa!
—¡O sea, las sardinas tienen tripas! —Ogro no podía creérselo. En los documentales de National Geographic que él veía en la tele y que tanto le gustaban, jamás, jamás, dijeron que las sardinas tuvieran tripas y él no tenía por qué saber lo que no le habían enseñado.
—Pues habrá que quitarles las tripas, digo yo —Y Ogro siguió tirando, pero cayó en la cuenta de que aquello era más complicado, así que observó mejor la sardina, desde la cabeza en la que brillaban rojas las agallas, hasta la aleta caudal. Entonces sacó las sardinas del fregadero y las puso sobre la encimera... y las sardinas resbalaron y fueron cayendo al suelo una por una. Sólo quedó en la encimera una docena más o menos.
En aquel momento llegó Lio al trote como si en vez de un gatito fuese un caballo, pues con su fino olfato había olido las sardinas. Lío frenó en seco su carrera. Primero miró extasiado las sardinas, luego empezó a olerlas y, por último, se metió de lleno en el montón de sardinas; cogió una entre las dos patas de delante, le clavó los dientes, se echó tan largo era sobre las otras sardinas y se dispuso a disfrutar de aquel banquete inesperado, como si fuese el único gato del mundo en el paraíso de sardinas.
Ogro no sabía qué hacer, si ir a buscar la escoba y asustar a Lío con ella, si dejar que se hartara de sardinas (alguna dejaría el gatito), si ponerse a recoger las sardinas y, como si no hubiera pasado nada, meterlas otra vez en el fregadero… y no contarle nada a Hada porque le darían asco. No era una decisión fácil.
Lío parecía feliz. Ogro sabía que Lío no se habría sentido tan feliz en toda su corta vida de gato. Por otra parte, ¿qué le diría a Hada? No era fácil contar aquello. Miró al gato, miró las sardinas de la encimera, miró el desastre del suelo. Miró a Lío que estaba probando todas las sardinas y no comía ninguna entera y las dejaba todas llenas de dentelladas… Miró al techo resignado…
—Pues nada, que se harte de comer —decidió Ogro—. Anda que no me queda que fregar y que limpiar aquí. Creo —siguió pensando— que ni el dichoso pollo asado, ni la sopa, me dieron la mitad de trabajo. Por no  hablar del montón de botones que tuve que ponerle a mi mamá en toda su trapería. Pero estas dos (se refería a mamá y a Hada, claro) ¿qué se habrán creído? Voy de mal en peor.
Y dejó al gato que, en unos minutos, se largó por el pasillo perfumando toda la casa de olor a sardinas y revolcándose por la alfombra. Marcó bien marcada la alfombra con olor a sardinas. Se tendió orondo y feliz en su cojín de la esquina, se lamió las patas, la cola, pasó la lengua por todos los sitios que alcanzaba de su anatomía de gato, se estiró, dio unas vueltas sobre el cojín buscando el mejor acomodo, se echó, recogió las patitas delanteras bajo él, bostezó largamente y se quedó profundamente dormido.
—Al menos —pensó Ogro viendo a su gatito tan feliz y descuidado— hay alguien contento en esta casa.
A Ogro le daban ganas de llorar, pero como no iba a servirle de nada, se dispuso a limpiar aquel desaguisado. No fue fácil, el suelo estaba pringoso y lleno de pequeñas escamas de sardina que no había manera de sacar sino con la mano, y una por una. Le llevó mucho tiempo dejar la cocina en condiciones, por no hablar de la alfombra que enrolló para llevarla a la tintorería.

OGRO NO SE DESANIMA (del todo) Y CONSIGUE LO QUE SE HABÍA PROPUESTO.
En fin, una vez que la casa estuvo limpia, tan limpia como a él le gustaba, se dispuso limpiar también las sardinas. Y como ya nada le podía salir peor, lo tomó con mucha paciencia y después de mirar y remirar cada sardina, cayó en la cuenta de abrirlas por el medio y así salía toda la tripa, les quitó también las agallas y las escamas con mucho cuidado. Esto último después de machacar unas cuantas y dejarlas inservibles. La verdad es que había más sardinas en la basura que limpias en el plato.
—Para aprender, hay que perder —y Ogro, sin darse cuenta, estaba repitiendo lo que había oído tantas veces a mamá.
Indudablemente, se aprendía haciendo las cosas, primero mal, luego regular, y luego un poco mejor y así. Todo el mundo podía hacer casi cualquier cosa si se lo proponía.
¡Y llegó Hada! Olía a virutas de abedul, traía esta vez algunas en el pelo y bastante serrín.
—Hola, Ogro, ¿cómo va todo? —preguntó Hada muy amable.
—Estupendamente, amiga —contestó Ogro, que acaba de comprender que no estaba bien molestar a nadie con quejas absurdas. Cada uno debía resolver sus problemas y no incordiar. Al menos eso ya lo había aprendido. Los amigos y la familia están para las verdaderas necesidades, no para hacerle a uno el trabajo.
—Muy bien, amigo. Si me permites me voy a duchar en tu baño —siguió diciendo Hada—, luego freímos las sardinas y hacemos las verduras a la parrilla con una salsa. ¿Te parece bien?
A aquellas alturas de la historia, a Ogro ya le parecía bien casi todo. Lo que quería era terminar de una vez y quedarse tranquilo. Le daba igual que Hada cocinase verduras a la parrilla como que las pusiera crudas en el plato. Estaba cansadísimo, pero como sabía que eso no era una excusa dijo:
—Claro, Hada, dúchate, yo voy poniendo la mesa, así ya está hecho.
—Ajá —contestó ella con su voz más alegre mientras salía de la cocina.
Y cuando iba al cuarto de baño, en la esquina del pasillo, se encontró con Lío.
—¡Tienes un gato! —dijo Hada sorprendidísima de aquella novedad.
—Sí, tengo un gato —contestó Ogro lacónicamente.
—¡¡¡¡¡Esssss precioooooooso!!!! —dijo ella acariciando a Lío muy suavemente como les gusta a los gatos que los acaricien. Y es que Hada tenía buenas vibraciones para los gatos y se dejaban acariciar por ella siempre.
—A mí no me deja tocarlo —repuso Ogro un poco contrariado de que su gatito se portase mejor con Hada que con él.
—No te preocupes —replicó Hada con indiferencia—. Ya te dejará, tú dale tiempo. Pero ten en cuenta que los gatos son muy suyos y muy independientes, y se dejará tocar cuando él quiera. No lo fuerces ni lo agobies. Ya verás, cuando menos lo pienses, se te acerca y él acaricia con su cabeza y te lame mientras ronronea.
Hada se fue al cuarto de baño, se duchó y volvió a la cocina. Miró el plato de sardinas primorosamente limpias y dijo:
—¿Pero no eran dos kilos de sardinas las que  habías comprado, Ogro?
—Eran —repuso Ogro con paciencia infinita—, pero ya no son. Lío se ha comido algunas. Otras las destrozó sin remedio. Yo tuve que tirar algunas, y ésas son las que quedan. Media docena  más o menos.
Y Ogro y Hada se miraron y se pusieron a reírse a carcajadas, de tal manera que no podían parar. Acabaron llorando de risa, con mucho alboroto y cogiéndose la barriga que ya les dolía de tanto reírse.
Al fin se serenaron. Prepararon la comida, sardinas fritas y verduras a la parrilla con salsa especial; no sobró ninguna para poner en vinagre.
—¡Mejor! —pensó Ogro— Ya estoy  harto de sardinas por hoy.
Pero no dijo en voz alta ni una palabra.
 Se pusieron a comer alegremente y con buen apetito. Las sardinas y la verdura estaban deliciosas, calentitas y crujientes, y mientras tomaban café y hablaban de lo divino y lo humano, Hada preguntó.
—¿Y qué has hecho estos días, Ogro?
—Pues, además de aprender a poner botones —se sinceró Ogro—, salí con Rosa, mi amiga muy amiga.
—Te gusta mucho Rosa, ¿verdad? —preguntó Hada.
—Sí, me gusta mucho Rosa, mucho, mucho, muchísimo.
Y Ogro, es decir, Bartolo, ponía los ojos en blanco mirando al techo como el más rendido de los enamorados.
—Me alegra que tengas una amiga muy amiga, Ogro. Es estupendo.
—Pues claro, Hada. Además, Rosa es guapísima. Ayer fuimos al cine y…
Ogro habló por los codos, contó lo hermosa que era su amiga muy amiga y contó que le había dicho que lo encontraba tan atractivo con aquella camisa… Siguieron hablando y hablando y cuando ya habían terminado de fregar los cacharros y de recogerlos, esta vez entre los dos, Hada se despidió.
—Bueno, amigo, gracias por tu gentileza. Ahora debo marcharme, pues me voy a dormir un buen rato ya que esta noche toca ronda de sueños, y si no duermo no puedo atender a mi trabajo en la carpintería ni a mis obligaciones como auxiliar de psicólogo infantil de la ONG Hadas sin Fronteras.
—De acuerdo, Hada, espero que tengas un buen descanso —deseó él sinceramente a su amiga.
—A propósito, amigo —y volvió sobre sus pasos—, ya hablaremos con calma, pero he pensado que, tal vez, y si quieres, el verano próximo podrías venirte conmigo de cooperante a India, a Rajastán.
A Ogro, en principio le pareció excelente la idea.
—Pero no me digas nada ahora, Ogro —pidió Hada—, te lo vas pensando y ya hablaremos.
—De acuerdo. Me lo pienso y hablamos cuando vuelvas, Hada.
Y se dieron un beso de despedida. Hada cogió el ascensor y desapareció tra la puerta y Ogro fue a tumbarse en el sofá un poco cansado de aquella mañana tan poco corriente, pero feliz de sentirse tan bien. Desde el dintel de la puerta, Lío lo miraba sin atreverse aún a acercarse a él. Pero, como decía Hada, todo se andaría.
De momento, había aprendido mucho. Y cosas que le servirían en la vida para defenderse solito, como decía su mamá. También para que Rosa lo admirase y se sintiera tan contenta con él. Lo de ir a India con Hada no era una mala idea, siempre había soñado con conocer ese país tan especial. Pero no era momento de pensar en eso. Estaba tan cansado… Ogro sonrió feliz, se arrebujó en su manta y se quedó profundamente dormido.

 FIN DE ESTA TRILOGÍA.


En la siguiente trilogía que se titula: “Ogro y Hada se van a India de cooperantes”, podréis aprender cosas sobre este país tan interesante porque el viajecito de nuestros amigos… tiene tela. Menudos líos. Pero eso sí, un viaje encantador aunque con algunos problemas…
¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡HASTA PRONTO!!!!!!!!!!!!1


martes, 3 de julio de 2012

Primera parte del último cuento de la trilogía:

Bartolo se pone el delantal.


BARTOLO APRENDE A HACER LA COMPRA
Fueron sólo dos días de tranquilidad los que pasaron desde que su madre había ido a casa de Ogro, es decir, Bartolo, a recoger su ropa con los botones puestos. Los que él había puesto, claro. Un montón de botones de todos los colores, de todos los tamaños… Un montón tan enorme que Ogro pensó que no podía haber más botones en el mundo que los que acababa de poner él, porque había puesto todos los botones imaginables: redondos, cuadrados, grandes pequeños… con agujeros, con pie, con… ni sabía ya con qué.
Ogro aprovechó el tiempo que le quedaba —bien poco por cierto, gracias a los botones de la ropa de su mamá—, para poner en orden sus cuentas, para limpiar el trastero y para llevar el coche a que le hicieran una buena revisión. Por las tardes, antes de recoger a Rosa, su amiga muy amiga, en la puerta del supermercado, leía un par de horas cómodamente sentado en un sillón orejero que había colocado estratégicamente cerca del ventanal de su sala de estar para tener luz natural.
Sí, dos días justos de tranquilidad. Entonces sonó el teléfono. Era Hada, por supuesto. ¿Quién sino iba a llamarlo en medio del mejor párrafo de aquella interesante novela en la que caballeros antiguos se batían en torneos por los colores de una dama, cabalgando sobre veloces caballos y armados de brillantes armaduras que relucían más que el sol? ¿Quién más que Hada era tan inoportuna que lo sacaba de aquel galopar sobre su caballo blanco en busca de su amada, de Rosa, vestida de rosa y con un gorro de cucurucho como las princesas antiguas? Pues ella: Hada. Sólo podía ser ella. Y era ella.
—Hola, Ogro —saludó Hada con la voz alegre como una campanita—. ¿Cómo estás?
—Hola, amiga Hada, estoy bien, muchas gracias. ¿Cómo ha ido todo en el congreso? —preguntó Ogro sinceramente interesado por los quehaceres de su amiga puesto que ya le había estropeado el momento más tranquilo y más brillante del día.
—Pues ha ido muy bien —contestó Hada que, de verdad, había trabajado de firme en aquel congreso— Se han sacado conclusiones muy interesantes sobre la Revolución de los Sueños y sus consecuencias en las pesadillas infantiles.
—Estupendo, me alegro mucho —concluyó Ogro deseando que la conversación terminara allí y pudiera seguir leyendo su novela. Él ya había sido educado, Hada ya estaría contenta por el interés que le había demostrado… y su novela estaba esperándolo con sus héroes, sus castillos medievales y sus princesas con cucuruchos, templarios y cuantos personajes se pudiesen imaginar.
—¿Te parece —siguió diciendo muy cortés— que nos veamos el domingo y tomemos un cafetito?
Ogro quería posponer para cualquier día una conversación seria con Hada, para cualquier día que no fuese aquél porque la veía venir.
—Disculpa, amigo. No es ése el trato —respondió Hada que conocía a Ogro de memoria y sabía que intentaba escaquearse—, recuerda que habíamos quedado en que aprenderías a hacer la compra cuando yo llegase del Congreso de mi ONG. Mañana, sobre las nueve, voy a tu casa —siguió sin hacerle caso mientras oía decir a Ogro por lo bajo algunas palabras que, afortunadamente, no entendió—, y vamos juntos al mercado, no lo olvides.
—De acuerdo, es mi penúltimo día de vacaciones —dijo él en voz alta.
—Y así lo estropeo del todo de una vez —pensó.
—Estupendo —contestó ella—, así podrás aprovecharlo muy bien. Hasta mañana entonces.
—Hasta mañana, amiga.
Y colgaron los dos.  Ogro ya no pudo volver a concentrarse en la novela, ya no le interesaban aquellos caballeros ni aquellos torneos tan sugestivos, tenía bastante con pensar en mañana, así que decidió salir a dar una vuelta antes de recoger a Rosa y marcharse con ella al Museo de “Arte de Vanguardia” en el que se exponía de todo, no sólo pintura o escultura, sino también objetos muy curiosos, como un artilugio para tender ropa y que no se mojase con la lluvia, o unas tijeras para podar rosales que eran capaces de seleccionar las rosas por colores, y también quería explicar a Rosa, su amiga muy amiga, muchas cosas sobre las últimas tendencias artísticas de los pintores y los escultores.
Al fin, llegó el momento de recogerla a la puerta del supermercado y pasaron el resto de la tarde de manera muy agradable, pero lo bueno dura poco, así que la dejó a la puerta de su casa y se fue a la suya pensando en lo que le esperaba al día siguiente.

OGRO NO GANA PARA DISGUSTOS
A la mañana siguiente, a las nueve menos cinco, sonó el teléfono en la casa de Ogro.
—¿Diga?
—Hola, Ogro, buenos días, soy Hada.
—Hola, buenos días, Hada —contestó Ogro con la vana esperanza de que Hada no pudiera ir aquel día con él al mercado y pudiese disfrutar de los últimos momentos de sus vacaciones sin incordios de compras, ni botones ni pollos asados.
—Oye, lo siento mucho, amigo, no puedo acompañarte a hacer la compra —dijo ella al otro lado—. Me llamaron de la carpintería para que vaya sin falta a trabajar, pues hay mucha tarea, hay que terminar un armario de tres lunas para entregarlo por la tarde.
—Por favor, Hada, tú tranquila, que hay muchos días para eso — respondió Ogro más contento que unas pascuas.
—Bueno, verás —siguió Hada sin hacerle caso—, he pensado que cojas tu móvil, te vayas al mercado y yo iré diciéndote lo que tienes que hacer, así no perdemos tiempo. Mientras lijo madera y encolo junquillos, con el “manos libres” puedo ir diciéndote lo que tienes que hacer, ¿de acuerdo, amigo?
—¡Ay, Señor! —pensó Ogro—. Son ganas de enredar. Qué más dará hoy que dentro de cien años —seguía pensando Ogro, aunque estaba  seguro de que iba a ser hoy. No le cabía ninguna duda. Las cosas de Hada eran así. Entre Hada y mamá estaban consiguiendo amargarle las vacaciones. Pensó que ninguna de las dos entendía la palabra “vacaciones”.
—Pues —siguió pensando—, casi mejor que no esté Hada delante, así no se partirá de risa con mis torpezas y yo no me  sentiré en ridículo. Aunque tengo que reconocer que Hada nunca se ha reído de mí, pero sí me siento un poco raro porque ella es la perfección de las perfecciones.
Eso creía él. Hada no era en absoluto ninguna perfección, lo que ocurría era que Hada sabía hacer algunas cosas que Ogro no sabía hacer; pero en justicia, también es cierto que Ogro sabía hacer cosas que Hada ni podía soñar como, por ejemplo, recoger un gatito de debajo de un coche, muerto de frío y de hambre, lleno de pulgas, bañarlo, desparasitarlo y curarle una herida en una oreja. Eso era lo que él, Ogro, había hecho ayer. Eso —pensaba Ogro—, tiene más mérito de comprar lechugas.
—Bien, coge tu carrito —Hada seguía erre que erre—, coge dinero, ve a la pescadería del supermercado y compra unas sardinas, ya te diré cómo las tienes que preparar. También compras una berenjena bien fresca, dos calabacines, un pimiento rojo, uno verde y una cebolla grande, todo muy fresco, ¿entiendes? ¿Tienes ajos en casa, Ogro? —preguntó su amiga.
—Pues sí, maja, sí. Tengo ajos en casa. Tengo ajos a cientos, con dientes y sin dientes —contestó Ogro con cierto retintín.
—De acuerdo —dijo Hada—, pues vete ya al mercado y qué tengas una buena mañana.
Y colgó.
Ogro, es decir, Bartolo también colgó porque el teléfono se había quedado mudo de repente, así es que cogió su carrito, cogió dinero y salió de casa con una cara de circunstancias y tan pocas ganas de enfrentarse a aquella nueva aventura y pensando que se hubiera quedado durmiendo el resto del día de bastante mejor gana.

SARDINAS FRESCAS A 4,20 EUROS EL KILO
Ogro hizo con el carrito lo mismo que hacían las señoras y los señores que llegaban en aquel momento al supermercado, es decir, lo dejó junto a las taquillas con su candado puesto, guardó la llave y buscó la pescadería.
No había mucha gente. Mejor, así terminaría enseguida. Cogió su número, el seis,  y se dispuso a esperar la vez mientras estudiaba la forma de pedir las sardinas y miraba todo lo que estaba a la venta sobre un gran expositor de mármol.
Había de todo, peces  extraños, muy relucientes, pulpos, cangrejos… Escuchaba a los demás clientes y no le pareció muy difícil, era cuestión de repetir lo que ellos decían. La pescadera y los dos pescaderos que estaban al otro lado del mostrador, se movían ágiles y manejaban el pescado con una facilidad pasmosa, y aquellos cuchillos enormes… sin cortarse. Ogro estaba admirado. Aquello era más difícil que pintar una pared y, desde luego, más peligroso.
En estos pensamientos estaba cuando le llegó el turno.
—¿Qué le pongo, caballero? —preguntó la pescadera.
—Sardinas —contestó Ogro muy decidido.
—¿Cuáles prefiere? —siguió preguntando ella.
—Las mejores, por favor —respondió Ogro, con mucha educación.
—Son todas muy buenas y muy frescas pero, ¿qué tamaño desea? —especificó la pescadera.
En realidad Ogro no distinguía una sardina de un bacalao, ni un cangrejo de una langosta, así que contestó a boleo.
—Pues creo que las pequeñas —dijo.
—Bien. ¿y cuántas le pongo?
—Dos.
—¿Dos? ¿No tendrá usted invitados, verdad? —y Ogro se dio cuenta de que había metido la pata, pues el tonillo de la pescadera, un tanto burlón,  lo decía todo.
—Dos kilos, quiero decir —rectificó Ogro, como si estuviera absolutamente seguro de lo que pedía.
—Muy bien, caballero, dos kilos de sardinas pequeñas —y la dependienta se puso a coger las sardinas, las puso sobre un papel inmaculado y las pesó.
Las sardinas pequeñas eran, por lo visto, aquellos pescaditos plateados y grises, con los ojos como cristales, que estaban por miles en un rincón del gran expositor de mármol.
—¿Cuánto cuestan? —preguntó Ogro que no quería sorpresas con el dinero.
—Son a 4,30 euros el quilo, así que 8,60 euros los dos quilos. —calculó ella muy rápido.
—¿Son caras, verdad? —observó Ogro por decir algo, aunque no sabía si eran caras o baratas, jamás había comprado sardinas.
—¿Caras? —preguntó sorprendida la pescadera.
—Creo que sí —contestó Ogro un poco cortado.
—¿Usted se atrevería —siguió diciendo ella— a irse a la mar en un barca para coger dos kilos de sardinas por 8,60 euros? —decía con sorna, porque estaba segura de que aquel cliente no entendía nada de pesca ni de pescado.
—Pues sí —repuso Ogro ofendido, pues aunque era algo ingenuo no era tonto—. Soy tan capaz de eso, como usted sería capaz de ir en la misma barca a coger cuatro kilos de sardinas por 17,20 euros.
La pescadera le miró con una mueca de fastidio, pero él  ni se inmutó. Ella no dijo más nada y se puso a preparar el pedido con diligencia y una gran habilidad. Lo que sí le dejó un poco aturdido,  fue la cantidad de sardinas que entraban en dos quilos. Eran sardinas y sardinas, un montón de sardinas. Le parecieron demasiadas pero, por nada del mundo pediría a la pescadera que le quitase la mitad. Sospechó que con medio quilo tenía de sobra, pero se calló y recogió su compra. Ni hablar, no diría nada; comerían sardinas todo el mes, él y Lío, su precioso gatito callejero. Le había puesto Lío de nombre porque le parecía muy juguetón y andaba enredándose en todo lo que pillaba. Se hartarían de sardinas los dos, pero se llevaba todas las sardinas. Todas.

OGRO BUSCA LA VERDULERÍA
Ogro recogió sus sardinas y se fue a la verdulería. Al menos sabía que berenjenas, pimientos, calabacines y cebollas estaban en la verdulería. Él, de todos modos, observaba a las señoras y a los señores que a aquella hora hacían la compra, pues todos parecían tener las cosas muy claras e iban totalmente decididos a por lo que querían comprar.
En aquel momento lo llamó Hada al móvil.
—Dime, Hada.
—¿Cómo va eso, amigo? —preguntó Hada con mucho interés.
—Oh, pues muy bien. Sin problemas. He comprado sardinas, de las pequeñas que son más sabrosas (eso acababa de inventárselo, no sabía si eran más sabrosas o menos sabrosas las sardinas pequeñas), y estoy en la verdulería comprando lo demás.
—¡Qué bien! Ya veo que no tienes problemas. Y sí, tienes razón, las sardinas pequeñas son más sabrosas.
—Vaya —pensó Ogro muy contento—, he acertado.
—Supongo que te las habrán limpiado, ¿verdad? —preguntó Hada sin dejarle casi disfrutar de aquel acierto.
Ogro abrió los ojos como platos. ¿Las sardinas se limpiaban? ¡Madre mía! ¡Las sardinas se limpiaban y él no había dicho nada y la pescadera tampoco le había dicho nada! Pero Ogro reaccionó enseguida.
—Pues claro, Hada, las han limpiado, por supuesto. Y con el mejor jabón —respondió Ogro con un gran aplomo.
—¿Qué dices? jajajaja ¡Ogro! ¡Anda que no tienes guasa tú! —Y Hada se reía a carcajadas.
Por supuesto que no creyó aquella barbaridad. Pensó que era una broma de su amigo. Y Ogro se dio cuenta, claro, de que las sardinas no se limpian con jabón.
—No importa, si no están limpias, cuando llegues a casa las limpias tú —prosiguió Hada—. No es difícil.
Ogro sudaba, la verdad sudaba y estaba un poco desorientado. ¿Quién le mandaría meterse en aquel berenjenal? Además Hada, es decir, Telma, era una mandona.
—¿Cuántas has comprado? —siguió preguntando Hada.
—Pues… dos kilos, creo que son demasiadas —contestó Ogro, curándose en salud,  con su voz más inocente.
—Sí, son demasiadas. Pero no te preocupes, por la tarde te enseñaré a conservar en vinagre las que sobren y no se estropearán. Ya verás qué divertido.
—Hombre, a ver —pensaba Ogro—, se hace lo que haga falta hacer, pero que sea divertido no lo veo tan claro.
Pero no dijo nada, total, de una u otra forma aprendería a meter sardinas en vinagre aquella tarde. Si Hada lo decidía, como todo lo que Hada decidía, era cosa hecha.
—Bueno, vamos a lo nuestro, amigo —prosiguió Hada—. Mira bien las verduras que te encargué, tienen que estar muy brillantes y duras, eso indica que están frescas. Luego te vas a casa y limpias las sardinas. Yo iré a la hora de comer y ya te enseño a cocinarlas, ¿de acuerdo, amigo? Y aprovecha a comprar —prosiguió Hada— por si necesitas alguna otra cosa.
—Sí, Hada, de acuerdo, sólo necesito huevos, pero ésos sé comprarlos yo solo.
Eso contestó Ogro que, en realidad, compraba cualquier cosa, sin mirar si estaban rotos o no y, por supuesto, sin leer la fecha de caducidad pero si Hada se enteraba empezaría a explicarle qué huevos son los mejores y cómo debía comprarlos y cuáles eran más frescos. Mejor no. Mejor no decir más nada.
Colgaron y Ogro, es decir, Bartolo, se puso a mirar las góndolas de las verduras y escogió lo que le había mandado Hada con mucho cuidado. Fue leyendo los rótulos y cogió una hermosa berenjena color berenjena, muy brillante, donde ponía “berenjenas”; dos calabacines muy verdes y duros, donde ponía “calabacines” y así todo: los pimientos, la cebolla… A Ogro le gustaba más comprar aquellas cosas que las sardinas porque allí no lo incordiaba nadie y estaba a su aire. Tenía la sensación de que aprendería enseguida muchas cosas.
Salió con la cesta, pagó en la caja, metió todo en el carrito y ¡a casa! Por la acera iba cantando, estaba increíblemente feliz, pues ahora tenía a alguien que lo esperaba en casa: su gatito Lío. Tendría que curarlo otra vez, y eso era un problema porque tenía que andar tras él  hasta que lo pillaba, y como Lío era un gato callejero, se las sabía todas. Mañana lo llevaría al veterinario para que le hiciera una buena revisión y lo vacunase. Ogro tenía un nuevo amigo y eso le hacía sentirse muy bien.

LÍO ES UN LIANTE

 Continuará: A ver qué apasa con Bartolo... ¿sus sardinas se podrán comer, las comerá el gato o irán a la basura?