Abeja

Controles de la abeja

martes, 3 de julio de 2012

Primera parte del último cuento de la trilogía:

Bartolo se pone el delantal.


BARTOLO APRENDE A HACER LA COMPRA
Fueron sólo dos días de tranquilidad los que pasaron desde que su madre había ido a casa de Ogro, es decir, Bartolo, a recoger su ropa con los botones puestos. Los que él había puesto, claro. Un montón de botones de todos los colores, de todos los tamaños… Un montón tan enorme que Ogro pensó que no podía haber más botones en el mundo que los que acababa de poner él, porque había puesto todos los botones imaginables: redondos, cuadrados, grandes pequeños… con agujeros, con pie, con… ni sabía ya con qué.
Ogro aprovechó el tiempo que le quedaba —bien poco por cierto, gracias a los botones de la ropa de su mamá—, para poner en orden sus cuentas, para limpiar el trastero y para llevar el coche a que le hicieran una buena revisión. Por las tardes, antes de recoger a Rosa, su amiga muy amiga, en la puerta del supermercado, leía un par de horas cómodamente sentado en un sillón orejero que había colocado estratégicamente cerca del ventanal de su sala de estar para tener luz natural.
Sí, dos días justos de tranquilidad. Entonces sonó el teléfono. Era Hada, por supuesto. ¿Quién sino iba a llamarlo en medio del mejor párrafo de aquella interesante novela en la que caballeros antiguos se batían en torneos por los colores de una dama, cabalgando sobre veloces caballos y armados de brillantes armaduras que relucían más que el sol? ¿Quién más que Hada era tan inoportuna que lo sacaba de aquel galopar sobre su caballo blanco en busca de su amada, de Rosa, vestida de rosa y con un gorro de cucurucho como las princesas antiguas? Pues ella: Hada. Sólo podía ser ella. Y era ella.
—Hola, Ogro —saludó Hada con la voz alegre como una campanita—. ¿Cómo estás?
—Hola, amiga Hada, estoy bien, muchas gracias. ¿Cómo ha ido todo en el congreso? —preguntó Ogro sinceramente interesado por los quehaceres de su amiga puesto que ya le había estropeado el momento más tranquilo y más brillante del día.
—Pues ha ido muy bien —contestó Hada que, de verdad, había trabajado de firme en aquel congreso— Se han sacado conclusiones muy interesantes sobre la Revolución de los Sueños y sus consecuencias en las pesadillas infantiles.
—Estupendo, me alegro mucho —concluyó Ogro deseando que la conversación terminara allí y pudiera seguir leyendo su novela. Él ya había sido educado, Hada ya estaría contenta por el interés que le había demostrado… y su novela estaba esperándolo con sus héroes, sus castillos medievales y sus princesas con cucuruchos, templarios y cuantos personajes se pudiesen imaginar.
—¿Te parece —siguió diciendo muy cortés— que nos veamos el domingo y tomemos un cafetito?
Ogro quería posponer para cualquier día una conversación seria con Hada, para cualquier día que no fuese aquél porque la veía venir.
—Disculpa, amigo. No es ése el trato —respondió Hada que conocía a Ogro de memoria y sabía que intentaba escaquearse—, recuerda que habíamos quedado en que aprenderías a hacer la compra cuando yo llegase del Congreso de mi ONG. Mañana, sobre las nueve, voy a tu casa —siguió sin hacerle caso mientras oía decir a Ogro por lo bajo algunas palabras que, afortunadamente, no entendió—, y vamos juntos al mercado, no lo olvides.
—De acuerdo, es mi penúltimo día de vacaciones —dijo él en voz alta.
—Y así lo estropeo del todo de una vez —pensó.
—Estupendo —contestó ella—, así podrás aprovecharlo muy bien. Hasta mañana entonces.
—Hasta mañana, amiga.
Y colgaron los dos.  Ogro ya no pudo volver a concentrarse en la novela, ya no le interesaban aquellos caballeros ni aquellos torneos tan sugestivos, tenía bastante con pensar en mañana, así que decidió salir a dar una vuelta antes de recoger a Rosa y marcharse con ella al Museo de “Arte de Vanguardia” en el que se exponía de todo, no sólo pintura o escultura, sino también objetos muy curiosos, como un artilugio para tender ropa y que no se mojase con la lluvia, o unas tijeras para podar rosales que eran capaces de seleccionar las rosas por colores, y también quería explicar a Rosa, su amiga muy amiga, muchas cosas sobre las últimas tendencias artísticas de los pintores y los escultores.
Al fin, llegó el momento de recogerla a la puerta del supermercado y pasaron el resto de la tarde de manera muy agradable, pero lo bueno dura poco, así que la dejó a la puerta de su casa y se fue a la suya pensando en lo que le esperaba al día siguiente.

OGRO NO GANA PARA DISGUSTOS
A la mañana siguiente, a las nueve menos cinco, sonó el teléfono en la casa de Ogro.
—¿Diga?
—Hola, Ogro, buenos días, soy Hada.
—Hola, buenos días, Hada —contestó Ogro con la vana esperanza de que Hada no pudiera ir aquel día con él al mercado y pudiese disfrutar de los últimos momentos de sus vacaciones sin incordios de compras, ni botones ni pollos asados.
—Oye, lo siento mucho, amigo, no puedo acompañarte a hacer la compra —dijo ella al otro lado—. Me llamaron de la carpintería para que vaya sin falta a trabajar, pues hay mucha tarea, hay que terminar un armario de tres lunas para entregarlo por la tarde.
—Por favor, Hada, tú tranquila, que hay muchos días para eso — respondió Ogro más contento que unas pascuas.
—Bueno, verás —siguió Hada sin hacerle caso—, he pensado que cojas tu móvil, te vayas al mercado y yo iré diciéndote lo que tienes que hacer, así no perdemos tiempo. Mientras lijo madera y encolo junquillos, con el “manos libres” puedo ir diciéndote lo que tienes que hacer, ¿de acuerdo, amigo?
—¡Ay, Señor! —pensó Ogro—. Son ganas de enredar. Qué más dará hoy que dentro de cien años —seguía pensando Ogro, aunque estaba  seguro de que iba a ser hoy. No le cabía ninguna duda. Las cosas de Hada eran así. Entre Hada y mamá estaban consiguiendo amargarle las vacaciones. Pensó que ninguna de las dos entendía la palabra “vacaciones”.
—Pues —siguió pensando—, casi mejor que no esté Hada delante, así no se partirá de risa con mis torpezas y yo no me  sentiré en ridículo. Aunque tengo que reconocer que Hada nunca se ha reído de mí, pero sí me siento un poco raro porque ella es la perfección de las perfecciones.
Eso creía él. Hada no era en absoluto ninguna perfección, lo que ocurría era que Hada sabía hacer algunas cosas que Ogro no sabía hacer; pero en justicia, también es cierto que Ogro sabía hacer cosas que Hada ni podía soñar como, por ejemplo, recoger un gatito de debajo de un coche, muerto de frío y de hambre, lleno de pulgas, bañarlo, desparasitarlo y curarle una herida en una oreja. Eso era lo que él, Ogro, había hecho ayer. Eso —pensaba Ogro—, tiene más mérito de comprar lechugas.
—Bien, coge tu carrito —Hada seguía erre que erre—, coge dinero, ve a la pescadería del supermercado y compra unas sardinas, ya te diré cómo las tienes que preparar. También compras una berenjena bien fresca, dos calabacines, un pimiento rojo, uno verde y una cebolla grande, todo muy fresco, ¿entiendes? ¿Tienes ajos en casa, Ogro? —preguntó su amiga.
—Pues sí, maja, sí. Tengo ajos en casa. Tengo ajos a cientos, con dientes y sin dientes —contestó Ogro con cierto retintín.
—De acuerdo —dijo Hada—, pues vete ya al mercado y qué tengas una buena mañana.
Y colgó.
Ogro, es decir, Bartolo también colgó porque el teléfono se había quedado mudo de repente, así es que cogió su carrito, cogió dinero y salió de casa con una cara de circunstancias y tan pocas ganas de enfrentarse a aquella nueva aventura y pensando que se hubiera quedado durmiendo el resto del día de bastante mejor gana.

SARDINAS FRESCAS A 4,20 EUROS EL KILO
Ogro hizo con el carrito lo mismo que hacían las señoras y los señores que llegaban en aquel momento al supermercado, es decir, lo dejó junto a las taquillas con su candado puesto, guardó la llave y buscó la pescadería.
No había mucha gente. Mejor, así terminaría enseguida. Cogió su número, el seis,  y se dispuso a esperar la vez mientras estudiaba la forma de pedir las sardinas y miraba todo lo que estaba a la venta sobre un gran expositor de mármol.
Había de todo, peces  extraños, muy relucientes, pulpos, cangrejos… Escuchaba a los demás clientes y no le pareció muy difícil, era cuestión de repetir lo que ellos decían. La pescadera y los dos pescaderos que estaban al otro lado del mostrador, se movían ágiles y manejaban el pescado con una facilidad pasmosa, y aquellos cuchillos enormes… sin cortarse. Ogro estaba admirado. Aquello era más difícil que pintar una pared y, desde luego, más peligroso.
En estos pensamientos estaba cuando le llegó el turno.
—¿Qué le pongo, caballero? —preguntó la pescadera.
—Sardinas —contestó Ogro muy decidido.
—¿Cuáles prefiere? —siguió preguntando ella.
—Las mejores, por favor —respondió Ogro, con mucha educación.
—Son todas muy buenas y muy frescas pero, ¿qué tamaño desea? —especificó la pescadera.
En realidad Ogro no distinguía una sardina de un bacalao, ni un cangrejo de una langosta, así que contestó a boleo.
—Pues creo que las pequeñas —dijo.
—Bien. ¿y cuántas le pongo?
—Dos.
—¿Dos? ¿No tendrá usted invitados, verdad? —y Ogro se dio cuenta de que había metido la pata, pues el tonillo de la pescadera, un tanto burlón,  lo decía todo.
—Dos kilos, quiero decir —rectificó Ogro, como si estuviera absolutamente seguro de lo que pedía.
—Muy bien, caballero, dos kilos de sardinas pequeñas —y la dependienta se puso a coger las sardinas, las puso sobre un papel inmaculado y las pesó.
Las sardinas pequeñas eran, por lo visto, aquellos pescaditos plateados y grises, con los ojos como cristales, que estaban por miles en un rincón del gran expositor de mármol.
—¿Cuánto cuestan? —preguntó Ogro que no quería sorpresas con el dinero.
—Son a 4,30 euros el quilo, así que 8,60 euros los dos quilos. —calculó ella muy rápido.
—¿Son caras, verdad? —observó Ogro por decir algo, aunque no sabía si eran caras o baratas, jamás había comprado sardinas.
—¿Caras? —preguntó sorprendida la pescadera.
—Creo que sí —contestó Ogro un poco cortado.
—¿Usted se atrevería —siguió diciendo ella— a irse a la mar en un barca para coger dos kilos de sardinas por 8,60 euros? —decía con sorna, porque estaba segura de que aquel cliente no entendía nada de pesca ni de pescado.
—Pues sí —repuso Ogro ofendido, pues aunque era algo ingenuo no era tonto—. Soy tan capaz de eso, como usted sería capaz de ir en la misma barca a coger cuatro kilos de sardinas por 17,20 euros.
La pescadera le miró con una mueca de fastidio, pero él  ni se inmutó. Ella no dijo más nada y se puso a preparar el pedido con diligencia y una gran habilidad. Lo que sí le dejó un poco aturdido,  fue la cantidad de sardinas que entraban en dos quilos. Eran sardinas y sardinas, un montón de sardinas. Le parecieron demasiadas pero, por nada del mundo pediría a la pescadera que le quitase la mitad. Sospechó que con medio quilo tenía de sobra, pero se calló y recogió su compra. Ni hablar, no diría nada; comerían sardinas todo el mes, él y Lío, su precioso gatito callejero. Le había puesto Lío de nombre porque le parecía muy juguetón y andaba enredándose en todo lo que pillaba. Se hartarían de sardinas los dos, pero se llevaba todas las sardinas. Todas.

OGRO BUSCA LA VERDULERÍA
Ogro recogió sus sardinas y se fue a la verdulería. Al menos sabía que berenjenas, pimientos, calabacines y cebollas estaban en la verdulería. Él, de todos modos, observaba a las señoras y a los señores que a aquella hora hacían la compra, pues todos parecían tener las cosas muy claras e iban totalmente decididos a por lo que querían comprar.
En aquel momento lo llamó Hada al móvil.
—Dime, Hada.
—¿Cómo va eso, amigo? —preguntó Hada con mucho interés.
—Oh, pues muy bien. Sin problemas. He comprado sardinas, de las pequeñas que son más sabrosas (eso acababa de inventárselo, no sabía si eran más sabrosas o menos sabrosas las sardinas pequeñas), y estoy en la verdulería comprando lo demás.
—¡Qué bien! Ya veo que no tienes problemas. Y sí, tienes razón, las sardinas pequeñas son más sabrosas.
—Vaya —pensó Ogro muy contento—, he acertado.
—Supongo que te las habrán limpiado, ¿verdad? —preguntó Hada sin dejarle casi disfrutar de aquel acierto.
Ogro abrió los ojos como platos. ¿Las sardinas se limpiaban? ¡Madre mía! ¡Las sardinas se limpiaban y él no había dicho nada y la pescadera tampoco le había dicho nada! Pero Ogro reaccionó enseguida.
—Pues claro, Hada, las han limpiado, por supuesto. Y con el mejor jabón —respondió Ogro con un gran aplomo.
—¿Qué dices? jajajaja ¡Ogro! ¡Anda que no tienes guasa tú! —Y Hada se reía a carcajadas.
Por supuesto que no creyó aquella barbaridad. Pensó que era una broma de su amigo. Y Ogro se dio cuenta, claro, de que las sardinas no se limpian con jabón.
—No importa, si no están limpias, cuando llegues a casa las limpias tú —prosiguió Hada—. No es difícil.
Ogro sudaba, la verdad sudaba y estaba un poco desorientado. ¿Quién le mandaría meterse en aquel berenjenal? Además Hada, es decir, Telma, era una mandona.
—¿Cuántas has comprado? —siguió preguntando Hada.
—Pues… dos kilos, creo que son demasiadas —contestó Ogro, curándose en salud,  con su voz más inocente.
—Sí, son demasiadas. Pero no te preocupes, por la tarde te enseñaré a conservar en vinagre las que sobren y no se estropearán. Ya verás qué divertido.
—Hombre, a ver —pensaba Ogro—, se hace lo que haga falta hacer, pero que sea divertido no lo veo tan claro.
Pero no dijo nada, total, de una u otra forma aprendería a meter sardinas en vinagre aquella tarde. Si Hada lo decidía, como todo lo que Hada decidía, era cosa hecha.
—Bueno, vamos a lo nuestro, amigo —prosiguió Hada—. Mira bien las verduras que te encargué, tienen que estar muy brillantes y duras, eso indica que están frescas. Luego te vas a casa y limpias las sardinas. Yo iré a la hora de comer y ya te enseño a cocinarlas, ¿de acuerdo, amigo? Y aprovecha a comprar —prosiguió Hada— por si necesitas alguna otra cosa.
—Sí, Hada, de acuerdo, sólo necesito huevos, pero ésos sé comprarlos yo solo.
Eso contestó Ogro que, en realidad, compraba cualquier cosa, sin mirar si estaban rotos o no y, por supuesto, sin leer la fecha de caducidad pero si Hada se enteraba empezaría a explicarle qué huevos son los mejores y cómo debía comprarlos y cuáles eran más frescos. Mejor no. Mejor no decir más nada.
Colgaron y Ogro, es decir, Bartolo, se puso a mirar las góndolas de las verduras y escogió lo que le había mandado Hada con mucho cuidado. Fue leyendo los rótulos y cogió una hermosa berenjena color berenjena, muy brillante, donde ponía “berenjenas”; dos calabacines muy verdes y duros, donde ponía “calabacines” y así todo: los pimientos, la cebolla… A Ogro le gustaba más comprar aquellas cosas que las sardinas porque allí no lo incordiaba nadie y estaba a su aire. Tenía la sensación de que aprendería enseguida muchas cosas.
Salió con la cesta, pagó en la caja, metió todo en el carrito y ¡a casa! Por la acera iba cantando, estaba increíblemente feliz, pues ahora tenía a alguien que lo esperaba en casa: su gatito Lío. Tendría que curarlo otra vez, y eso era un problema porque tenía que andar tras él  hasta que lo pillaba, y como Lío era un gato callejero, se las sabía todas. Mañana lo llevaría al veterinario para que le hiciera una buena revisión y lo vacunase. Ogro tenía un nuevo amigo y eso le hacía sentirse muy bien.

LÍO ES UN LIANTE

 Continuará: A ver qué apasa con Bartolo... ¿sus sardinas se podrán comer, las comerá el gato o irán a la basura?

4 comentarios:

  1. No sé, muchas sardinas me parecen. Seguiremos la historia. Pobre Ogro: botones, sardinas...

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  2. Evidentemente Ogro no tiene idea de limpiar sardinas y encima dos kilos!!!!pobrecillo no va a querer ver sardinas ni en figuritas jajajajajajja claro siempre que el gatito le deje alguna pues en cuanto las huela.................Preciosos los cuentos prima me han encantado!!!!!

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  3. olvide aclarar que soy Amaliña jajajajaja

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    1. Gracias, primita, por molestarte en leer estos cuentecitos sin importancia ninguna.
      Tengo un gato que se llama Lío, eso es cierto, ya no es un liante porque está mayor, un poco senil. Pero lo fue. Lo trajo mi hija de una protectora y em lo empaquetó a mí. En fin, que nos hemos cogido cariño... pero el pesacado sólo le gusta cocinado. No es señorito ni nada.
      Un abraaaazzzzoooo enorrrrmeeeee, Amaliña.

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